Estoy sentado en un banco de la plaza Giordano Bruno. El autor de La cena de las cenizas, que murió quemado en la hoguera por la Inquisición. Maldita religión es todo lo que pienso. Maldita idea de Dios, maldita magia de la ignorancia como instrumento del oscurantismo y el privilegio de unos pocos. El asunto es que llevo puesto mi sombrero negro de ala ancha, unas gafas oscuras, mientras fumo un puro. Me embriaga el tabaco. El sol brilla esplendido en la tarde. Es un loco diamante brillando en el cielo azul. (Enfurecete sol, dijo Jefferson; Charles Bukowski). Las pasiones ateas viven y mueren por el fuego. La realidad es una triste invención de mercaderes y periodistas. Como Dios, la patria, el amor o la paz. Trato de mirar el otoño con los ojos de Van Gogh. Cautivarme con la belleza de un cuerpo desnudo como hacia Modigliani, luego del vino y el opio. Soñar bajo el techo de las nubes y las copas de los arboles como Withman. Amar el amor, pero más el éxtasis de la mente, como predicaba Jack Kerouac. Hacer que florezca en las ciudades el mundo nuevo creciendo en nuestros corazones, camarada Durruti. Soy demasiado torpe o perezoso para decirlo con mis propias palabras y para ello tomo prestada la lengua y los actos de las vidas que ardieron y las mentes brillantes.
Qué la religión se pudra el la húmeda bóveda de las catedrales.
Que las catedrales iluminen la noche con fuego, camarada Durruti.
Que el dinero se vuelva papel pintado, querido Arlt.
Ateísmo o barbarie.
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