Anoche la muerte golpeo a mi puerta. Vestía un ceñido vestido negro y lucia enormes labios rojos color sangre. Era una dama encantadora. Indescriptible. Solo que cuando fruncía el ceño se le notaban las arrugas de siglos que ocultaba con suma coquetería bajo un largo cabello de color indescifrable. Como ofrenda me traía una bolsa interminable de cocaína.
-Vengo a cumplir tu deseo, me dijo susurrando sensualmente y helándome la sangre.
-Nadie la invito, conteste asustado y mi temor se reflejaba en mi semblante pálida y la voz quebrada.
Miro a su alrededor, contemplo mi absurda soledad, el fatigoso rictus de mi existencia.
-No lo creo, contesto. Me llamabas.
Me tentó. Se desnudo y contemple una belleza que me dejo sin aliento y extasiado. Mientras en su vientre brillante y perfecto, se intuían las cicatrices de matanzas, violaciones, catástrofes, matrimonios, fábricas y oficinas.
Tome fuerzas y le exigí: -¡Fuera de aquí!.
-No. Dijo con certeza y confianza en si misma. -Tú me amas. Tenía razón.
Decidí enfrentarla sucumbiendo a su convite. Tome toda la noche de aquella blanca y cristalina cocaína que me provocaba delirio y me colocaba en el extremo de la demencia. Y decidido a vencer o ser vencido, como aquel personaje de Ritton de Jean Genet que obligado a ser el chulo de Hitler, seguro de su final, decide torcer el rumbo haciendo del culo del mismísimo Führer su objeto de salvación, me la coji -y la ame- de mil maneras. Su sexo era indefinido, pene, vagina, vagina y pene, se adaptaba a cada momento de mi deseo y me desafiaba a por más. Mi sudor era continuo y frío. Yo tenía en claro que era ella o yo y que todo lo que ofrecía era una trampa. Mi mente viajaba por miles de años, mi vida era una película donde el dolor más profundo y desgarrador me llamaba a terminar con tanta insensatez, el hedor a sangre y carne quemada en la historia, hogueras y mesas de tortura, los infiernos de las mutilaciones en hospitales y campos de batalla, cadáveres flotando en el río con los ojos vendados, el momento del suicidio. Un coro de sirenas al pie de una guillotina.
Cuando acabe, yo había encanecido y avejentado y terminado al borde de la locura. Pero la muerte era ya una vieja decrepita y sin gracia que había perdido toda su energía. De su droga nada quedaba. La eche de mi casa y dormí dulce y placenteramente.
Cuando desperté llovía.
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