Antonín viaja al país de los tarahumara. Lo hace comiendo peyote mientras cabalga en acurrucado en un seno de doncella que obsesiona. Y las Valkirias rubias se abren paso en Polonia para devorar el dolor del vientre de occidente. Antonín concluye que al mundo le sobra el culo. Hay que arder en preguntas y son los desechos del cuerpo los que ocupan nuestro tiempo. Antonín mira un sol embriagado en los girasoles de Van Gogh.
Aúlla chiquillo que el dolor ya calma.
En una pequeña pieza de pensión alumbra la luz.
Sueña el fantasma de los zapatos viejos.
Pierdo en el tecleo de las palabras el sentido de la forma y de la trama. Porque que importa si Antonín viaja al país de los tarahumara, cuando delante las letras divagan caóticas como una constelación de astros (fue en el estallido del caos donde Nietzche sitúo el nacimiento de la estrella).
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